domingo, 23 de diciembre de 2012

XI - Navidad, el Nacimiento de Cristo

El Hijo de Dios se hizo hombre. La fe en la encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: «Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, 2). Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 463), la fe en que el Hijo de Dios se hizo hombre es la característica fundamental del cristianismo. San Juan, en su Evangelio, lo dice de una manera concisa y clara: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios...Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 1.14)

Se hizo hombre para salvarnos. En el Credo Niceno-Constantinopolitano -o forma larga de nuestra profesión de fe- confesamos: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Uno de los motivos para este grandioso acontecimiento en la historia de la humanidad es que Dios no nos abandonó tras la ruptura de la amistad con él tras el pecado de nuestros primeros padres, sino que, compadecido de los hombres, quiso reconciliarnos con él, enviando a su propio Hijo al mundo, hecho uno de nosotros.


La Iglesia celebra el nacimiento del Salvador el 25 de Diciembre, el día en que se celebraba en el Imperio Romano la fiesta del Sol Invicto, es decir, la fiesta del sol que, a partir del llamado solsticio de invierno, comienza a hacer que los días sean más largos, tras los cortos días del otoño. Para los creyentes, Cristo es la luz del mundo. Al igual que, cuando amanece, vuelve el color a las cosas, el nacimiento de Cristo da color a un mundo sumergido por las tinieblas del pecado y de la muerte. El nacimiento de Cristo es ya el comienzo de nuestra salvación. Por eso es para todos una fiesta de alegría y de esperanza.

Se hizo hombre para manifestarnos el amor de Dios. Hay dos formas de manifestar nuestro amor a la persona amada. Una de ellas es ofrecerle regalos o proporcionarle algo que sabemos que le agrada. Dios nos ha ofrecido la naturaleza y todo lo que contiene: montañas, valles, ríos, mares, etc. Todo eso es don de Dios para el hombre. Pero, hay otra manera más costosa de mostrar el amor a otra persona: sufrir por él. Es el caso de la madre que vela a su hijo enfermo toda la noche, sin importarle el cansancio y la falta de sueño. 

El evangelista San Juan nos dirá: «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). El Señor se rebajó de su condición divina y, hecho un hombre como nosotros, sufrió nuestras mismos trabajos y fatigas, entregándose por la humanidad pecadora, hasta dar la vida por amor. Dios nos ha amado, pues, con amor de sufrimiento, la máxima expresión del amor: «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 8).

Se hizo hombre para hacernos hijos de Dios. Las religiones que se han dado en la historia de la humanidad, han llegado, en el mejor de los casos, a una idea de Dios como Ser omnipotente, Creador, Señor y Juez de los hombres. Siendo esto verdad, no han podido llegar hasta lo más íntimo de Dios, hasta que él mismo nos lo ha revelado: Dios es Padre. Padre por naturaleza (Abbá, en expresión hebrea) de su Hijo Unigénito, Jesucristo; pero Padre por su infinita misericordia de todos nosotros, sus hijos de adopción.

San Ireneo de Lyon afirmará: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». Esta afirmación, que es tan natural entre los cristianos, ya no nos causa ningún asombro, por estar acostumbrados a escucharlo desde pequeños. Pero, si pensamos un poco en ello, nos daremos cuenta de la grandeza de este hecho: ser hijos de Dios y poder llamar a Dios «Padre nuestro que estás en los cielos».

Se hizo hombre para ser modelo de santidad. En la carta a los cristianos de Éfeso nos recomienda San Pablo: «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5, 1-2). Las bienaventuranzas son el retrato de la conducta de Jesús: pobre de espíritu, pacífico, misericordioso, limpio de corazón, perseguido por causa de la justicia, etc. Su mensaje moral está contenido sobre todo en el llamado “Sermón de la montaña”, en los capítulos 5 a 7 del evangelio de San Mateo. Debemos imitar a Cristo en el amor de sufrimiento por el prójimo necesitado. Él no buscó su propio bien sino el de los demás. Por eso, si queremos seguir su ejemplo, debemos pedirle que nos conceda vivir, como le pidió una gran discípulo suyo, San Francisco de Asís: «Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, como consolar; ser comprendido como comprender; ser amado; como amar. Porque es dándose como se recibe, es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo, es perdonando como se es perdonado, es muriendo como se resucita a la vida eterna».

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